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Liderar con éxito

El debate en torno a la cuestión de si el líder nace o se hace lleva instaurada en el ámbito del management desde hace algunas décadas. Max Weber (1984-1920), al que podríamos considerar el padre de la sociología moderna, estableció una distinción entre líder formal y líder carismático hace más de un siglo. Según Weber, la diferencia entre uno y otro se basa en los rasgos personales y en la capacidad innata del líder carismático para influir sobre los demás mediante sus cualidades personales. Destacamos que esta perspectiva estuvo vigente durante buena parte del siglo pasado e influyó en ámbitos como la sociología o la política.

En el mundo empresarial, durante la década de los 80 se genera un movimiento en torno al concepto de liderazgo visionario (líder carismático para Weber), donde Bass 1985 y Bennis y Nanus 1985 defienden que este tipo de liderazgo puede ser ejercido después de un adecuado proceso de aprendizaje (Rumelt 2011). Este planteamiento rompe con la relación que Max Weber había establecido entre capacidad innata para liderar (el líder nace no se hace) y líder carismático, e impulsa toda una corriente de opinión que se basa en la idea de que el líder realmente se hace.

Pero para medir las posibilidades reales de que cada uno de nosotros pueda convertirse en un líder influyente a través del aprendizaje, debemos recurrir a la neurociencia y averiguar si realmente tenemos la capacidad innata para aprender los hábitos conductuales que nos permitan influir sobre los demás de manera proactiva. En este sentido, el concepto de plasticidad cerebral nos permite comprender todo nuestro potencial para introducir cambios sustanciales en nuestro comportamiento:

“El cerebro es un órgano plástico, cambiante, y los mecanismos de aprendizaje y memoria son los que hacen que tal cosa ocurra. Precisamente, el concepto de plasticidad hoy se utiliza para señalar los cambios que se realizan en las neuronas y sus conexiones como expresión del funcionamiento del cerebro en su interacción constante con el medio ambiente que le rodea”.

Mora (2009:153)

Sin embargo, esta plasticidad cerebral no impide que nuestro cerebro muestre resistencias evidentes cuando se tiene que enfrentar ante situaciones de cambio importante, puesto que una de sus funciones básicas es la de consolidar aquellos hábitos conductuales que le permitan automatizar su respuesta ante las situaciones más cotidianas de la vida, con el objetivo de liberar la energía que le permita enfrentarse a los peligros asociados a la misma (Punset 2010). Este hecho provoca que cuando los retos que nos proponemos se escapan de nuestra zona de seguridad, y demandamos a nuestro cerebro la energía necesaria para realizar las acciones que nos faciliten la consecución de los objetivos propuestos (ej.: potenciar nuestras habilidades para ejercer el liderazgo), es probable que éste active las respuestas de autodefensa y nos dificulte el cambio.

Tampoco podemos omitir el papel negativo que pueden jugar en nuestra potencialidad como líderes, los miedos asociados a la interacción social o las expectativas elevadas con relación al ejercicio del propio liderazgo, puesto que en ambos casos se generan pensamientos y emociones auto limitantes y desmotivantes.

La solución para resolver este tipo de problemas se originará cuando complementemos la capacidad mecánica cerebral de la que disponemos para modificar nuestros hábitos y conductas (plasticidad cerebral), un adecuado programa de aprendizaje y potenciación de las habilidades de liderazgo, la voluntad necesaria para vencer las resistencias que como respuesta natural ante lo desconocido y los miedos sociales, nuestro cerebro activará, y el firme compromiso con los objetivos de mejora. La aplicación de todas estas medidas nos ayudará de manera determinante a descubrir todo nuestro potencial.

Una vez objetivada la capacidad real que cada uno de nosotros tiene para llegar a ejercer un liderazgo efectivo, destacamos las dimensiones sobre las que debemos trabajar para convertirnos en líderes de éxito:

La primera dimensión del liderazgo es la que nos afecta a nivel individual. El efecto de este hecho, está directamente relacionada con el enfoque que cada uno de nosotros tiene para liderar su propia vida desde los valores y las acciones que realiza, de tal forma, que resulta muy difícil concebir que alguien pueda liderar un equipo o empresa de forma permanente si no es capaz de liderar su propio proyecto vital desde la seguridad en sí mismo, el optimismo realista y la perseverancia. Por lo tanto, la auto-gestión es la primera de las habilidades que hay que desarrollar para poder trabajar sobre las demás dimensiones del liderazgo.

La segunda dimensión tiene su origen en la interacción que se produce con el equipo que se pretende liderar y el trato que se dispensa a cada uno de sus integrantes. La esencia del liderazgo se fundamenta en la influencia que se ejerce sobre los demás mediante la generación de sentimientos positivos de pertenencia e involucración, donde el compromiso de todos los componentes del equipo es esencial para el buen funcionamiento del mismo. Debido a esta circunstancia, la comunicación verbal en forma de visión, objetivos, opiniones, sugerencias… y la comunicación “no” verbal en forma de acciones, son fundamentales para que la interacción entre los miembros del equipo sea estimulante y motivadora. Tampoco podemos obviar que en esta dimensión es donde se producen las crisis relacionales, hecho que obliga al líder a estar preparado para actuar con asertividad, entereza y responsabilidad.

El ambiente de trabajo dónde se produce la interacción con el equipo es la tercera dimensión del liderazgo. Esta dimensión tiene una connotación especial puesto que al aspecto más relacional del arte de liderar, hay que añadirle otro ineludiblemente técnico. El buen líder debe crear ambientes de trabajo estimulantes, participativos… pero también productivos, hecho que nos obliga a disponer de un diseño estructural y organizativo eficaz y eficiente (reparto de roles, delegación de responsabilidades, establecimiento de incentivos…). Por lo tanto, el buen líder también debe ser un buen profesional.

La última dimensión es sin duda la más compleja de gestionar pues está asociada a las fuerzas del entorno donde se desarrolla la actividad. Debido a la naturaleza de estas fuerzas (decisiones políticas, sucesos económicos y sociales…), el control que el líder puede ejercer sobre las mismas es limitado. Este hecho, nos obliga a desarrollar una capacidad de respuesta ágil y flexible que nos permita adaptarnos al entorno con la celeridad suficiente, como para superar las dificultades inherentes a las grandes situaciones de transformación social y económica.

Como conclusión, podemos establecer que el hecho de ser un buen líder es más una opción personal que un don adquirido a través de la herencia genética, creencia esta última que se sostuvo durante buena parte del siglo XX. Sin embargo, el ejercicio del liderazgo es una tarea compleja que requiere el desarrollo de numerosas habilidades personales e interpersonales y la superación de numerosas resistencias e inseguridades. Para vencer estas dificultades se requiere determinación, voluntad y un programa de actuación que nos permita adquirir el aprendizaje necesario para en definitiva, liderar con éxito.

Referencias:

  • Bass, B. M. (1985). Leadership and performance beyond expectations. New York: The Free Press.
  • Bennis, W. & Nanus, B. (1985). Leaders: The strategies for taking charge. New York: Harper&Row
  • Mora, F (2002). Cómo funciona el cerebro. Madrid: Alianza Editorial.
  • Punset, E (2010) “El viaje al poder de la mente”. Barcelona: Ediciones Destino
  • Rumelt, R (2011). Good Strategy Bad Strategy. London: Profile books.
  • Weber, M (1968). On Charisma and Institution Building. Chicago: The University of Chicago Press.

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